viernes, 24 de febrero de 2012

Historia sobre un poema “SI VOLVIERA A VIVIR”. Para una Humanidad enferma de Sida, con amor.

En noviembre de 1994, tuve un accidente doméstico -resbalé en casa sobre un piso recién encerado- y sufrí una herida cortante en el codo izquierdo que requirió cuatro puntos de sutura. Esto hubiera pasado desapercibido si mi brazo no se hubiera hinchado de la forma en que lo hizo al punto que me era imposible mover los dedos de la mano.

Mi médico, preocupado ante tan desmesurada reacción, me preguntó si alguna vez me había hecho un test de HIV porque no era normal que una supuesta infección se produjera en tan poco tiempo y con tal virulencia. Le contesté que no, pero que tampoco tenía “malas costumbres”, ni era drogadicto, ni promíscuo, pero él se mantuvo inconmovible: me prescribió el test.

Cuando llegué al laboratorio de Pedrito Lodes, éste se largó a reír: “¡Al fin caíste, viejo verde!”. La broma no me hizo mucha gracia y le hice saber que el asunto era urgente, razón por la cual me sacó sangre de inmediato, la puso en un tubo de ensayo y se metió en su laboratorio. Le pregunté cual era el resultado y me contestó que recién me lo podría entregar a las ocho de la mañana del día siguiente…

Cuando llegué a mi casa, solo, en mi cuarto, mirando el cielorraso de mi habitación que parecía el telón de un cine, en el que pasaban la película de mi futuro, me pregunté: ¿Quién voy a ser mañana?. ¿Qué les diría a mis hijos, mis nietos y mis amigos si el test de HIV me daba positivo?. ¿Qué pensaría de mí toda esa gente?.

Pero, lo que más me preocupó, fue pensar en todos los enfermos de Sida a los que yo había ignorado olímpicamente hasta este día… ¿Con qué cara me presentaría ante ellos para decirles: ¡Hola, muchachos! ¡Ayúdenme porque ahora soy uno de ustedes!. ¿Con qué derecho, yo que siempre había pensado que el Sida era algo así como un castigo divino, me iba a presentar como víctima inocente, si siempre, ante cada HIV positivo que conocía, yo pensaba: “¡Por algo será!”.

No pude dormir. Creo que fué la noche más larga de mi vida y en mi desvelo, me puse a escribir para esta Humanidad enferma de Sida, con el arrepentimiento y el amor de “Juan”, un poema que titulé “Si volviera a vivir”.

Cuando a la mañana siguiente fui al Laboratorio a buscar el resultado del análisis; Pedrito, con una sonrisa divertida me gritó: “¡Zafaste, Juanca! ¡Zafaste!. Yo lo miré sin sonreírme y le contesté la verdad:
“No Pedrito, no zafé. ¡Estuve toda la noche con Sida!”. Mi brazo se desinflamó, mi vida retornó a la normalidad, pero el día mundial del Sida, hice trescientas copias de mi poema, firmado solamente con mi nombre: Juan y los repartí, por la calle, doblados en cuatro, a cuanta persona se me cruzó.

“Por favor, léalo luego, en su casa. ¡Gracias!”

Cuando terminé de repartirlos fui al “Café de la Ciudad”, donde pedí un café? y mientras lo esperaba, un flaquito pelirrojo de escasos veinte años, se me acercó y, poniéndome una mano sobre el brazo, me preguntó, con los ojos llenos de lágrimas: “Flaco…¿vos también?”. Levanté mis ojos hacia esa cara pecosa y casi infantil que me miraba y me decía, con la lágrima que irisó aún más el arito que lucía en su nariz, que si yo hubiera estado realmente enfermo de Sida, “ellos” se hubieran ocupado de mí, porque el dolor enseña mucho más que la imaginación o la inteligencia y purifica mejor que intenciones o palabras…
Le tendí el café recién servido, le apreté el brazo con ternura y él me acercó una servilleta en la que había escrito un número telefónico que supuse que era el suyo. Terminó su café, me dió un beso en la mejilla y se fué. Nunca más lo volví a ver.

Al día siguiente el Diario Jornada de Trelew, en su suplemento de Puerto Madryn, publicó completo mi poema “Sobre la muerte, Dios y el Sida”, pero no decía solamente “Juan”, como el original repartido por mí, sino Juan Alecsovich, como si hubieran sabido que el poema lo había escrito yo.

Dos días después, llamé al número que me había dado el pelirrojo y, cuando me identifiqué, el que me atendió me dijo que su hijo, de veinte años, había muerto de Sida hacía seis meses y que al leer mi poema en el diario, había llorado pensando que al “Colo” le hubiera hecho bien leerlo porque se había sentido, muchas veces, discriminado por su enfermedad.

Le pregunté: “-¿El “Colo” era un flaquito pelirrojo que usaba un arito en la nariz?”.
“Sí, – me respondió su padre conmovido. “Tengo su arito en la mano en este instante y lo llevo conmigo a todos lados… ¿usted lo conoció?”

Dije “sí”… Colgué el tubo, en silencio, y lloré. No por él que ya estaba más allá de mis lágrimas, sino por mí que había vivido una seguridad inexistente y sin sentido.

Aquí termina mi historia sobre un poema escrito bajo la presión de un momento muy particular que me hizo ver, desde una óptica distinta, algo que muchos, todavía, no parecen querer ver… Para una Humanidad enferma de Sida con el arrepentimiento y el amor de Juan, este poema.

De Juan Carklos Alecsovich, Bahía Blanca, Argentina

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